domingo, 31 de julio de 2016

No llores, vuela. Claudia Llosa. 2014.



La vida y su sentido han planteado tantos interrogantes como teorías e ideologías manifiestan su siempre precaria respuesta ante esas preguntas que todo ser nos hacemos independientemente del hecho que se ponga en cuestión como fundamental. La razón, ese instrumento del que todos nos valemos, en mejor o peor medida, tampoco ayuda mucho a esclarecer este hecho de preguntar sin respuesta clarificadora como recetará, recientemente, la ciencia, hija del divino preguntar. Por ello, las respuestas ante lo diferente, ante lo que sale de norma suelen diferir del ámbito corriente, de lo ordinario para intentar discurrir por senderos donde la pregunta reciba esa respuesta anhelada que normalice el sentido de un sentir diferente. Y aunque no corren buenos tiempos para la duda, para lo falso en un mundo solicitante de transparencia y orden inmaculado, también es verdad que el baño posmodernista donde el fundamento es un remanente del líquido mundo conceptual que nos queda, pervierte y advierte al mismo tiempo de ese cariz ideológico de la pregunta por la total transparencia y el supuesto orden social sostenido por el mismo fundamento de unas ciencias creadas dentro del marco que nos posibilita.

Desde este marco interpretar el film presentado por Claudia puede parecer más sencillo pero nada más lejos de la realidad ya que su autora nos recuerda la apuesta por un cine donde los límites no pueden estar marcados por el cierre de una historia, por la visión unívoca del lado que legitima el trabajo o por unos personajes que nos llevan a través de estos anteriores términos para cerrar un diálogo que el arte debería mantener abierto. Un arte que, como en el film, pertenece al amplio campo humano ahora colonizado por esos números que validan todo campo serio y a tomar en cuenta. Un campo humano del que intenta salir el arte, para encontrar el mismo campo pero desde distintas formas de preguntarse sobre él. Lo mismo que ocurre con otras disciplinas donde la asfixia numerológica ha llevado a interrogar esas maneras diferentes de enfrentarse a ciertas realidades donde la vida y su sentido tienen su más sentida pertinencia. Una madre, una vida, un niño, la concatenación y ejercicio reflexivo de los hechos nos llevan a juzgar deterministamente las cosas, pero los prejuicios nunca fueron compañeros de viaje, como tampoco la temeridad o la cobardía, y desde las primeras respuestas entre medios e ideas, jamás lograremos adecuar una sola respuesta al orden de las cosas, a la pertinencia de los hechos, a los deseos de los demás. Lo mismo ocurre en una historia donde tomar partido es quedarse con la respuesta acostumbrada.

La vida, el arte, el amor... cualquier ámbito humano está hecho para el diálogo, para enfrentarse a él, para desenmascarar la parcela que nos interesa y descubrir que las respuestas están en el diálogo, en la sucia lucha agónica que plantea no tener respuestas.

sábado, 30 de julio de 2016

La correspondencia (La corrispondenza). Giuseppe Tornatore. 2016.



El amor puede ser una gran máscara, un sentimiento que ahoga y neutraliza otros sentimientos, otras acciones que nutren esos polos tan opuestos al amor y tan necesarios para que una pasión no se convierta en una enfermedad. Esa gran máscara puede funcionar igual para reactivar esa parcela de realidad social en la que lidiamos todos los días aguantando su frenesí competitivo. Las máscaras pululan por todos lados pues no sólo el amor adopta la teatralización como gesto de reclamo.

Si en otros momentos Tornatore ha sabido tocar la fibra sensible de este espectador en esta ocasión el film logra hacerlo en menor medida gracias a su desmedido e idealizado tratamiento temático como a un guión que, a veces, camufla con tintes de misterio y thriller una historia que necesita de demasiadas explicaciones y opta por un final demasiado rápido para encontrar esa tesis temática donde el amor eterno no puede acabar con la finitud que nos guía. El tema por tanto se convierte casi en el handicap del film pues al idealizarlo en demasía introduce al personaje dentro de una irrealidad a la que se le añade su misteriosa desaparición provocada por el mismo individualismo que parece guiar las acciones de un enamorado controlador que no supo una vez ya amar (tener hijos, familia, para no enseñarles lo que amas prueba mucho de un personaje que me recuerda la historia de la muchacha tracia y Tales) y ahora parece fiarlo todo al avance de un conocimiento que nunca debería estar más allá del sentimiento que lo acompaña, del mundo real que lo hincha y de sus moradores que lo sufren. De ahí su interés, doble quizá, en que su amada siga sus pasos, se convierta en una académica que siga determinando otros quehaceres, que siga limitando un amor que como el arte quiera liberizarse del corsé eterno que la historia y sus escritores les han endosado y apurar la libertad para entender que lo ideal está al alcance de lo factual, que la máscara perfecta esconde otra realidad. El amor, como se narra en una de mis cintas preferidas (2046), es una "cuestión de oportunidad", que, por tanto, se da en un tiempo y espacio delimitado, es decir, su frontera es el ahora, el instante donde el sentimiento compartido es celebrado, o cercenado, y por mucho que se desee estirar es necesario esa facticidad para alimentar ese juego de oportunidad que abre, quizá, una simple mirada.

Esa desmedida idealización por parte del profesor acerca del amor lleva a la historia sobre un amor imposible a los límites que la ciencia va a imponer, pues hoy las historias de amores imposibles parecen menos frecuentes dada la convicción general de la falta de límites para un amor al que aún le faltan demasiadas barreras que superar (género, religión, trata...) pero que manifiesta su profunda condición de no tener respuesta, de carecer del significado que se le suele buscar. Se ama, o no, sin tapujos, sin mentiras ni máscaras, sin tener que dirigir prediciendo el hecho amado por otro, sin tener que hacer de dos uno, ese uno mismo para perpetuar un amarse a sí mismo muy diferente del necesario para verdaderamente amar a los demás y explicitar las dos palabras que tan fácil de decir son, pero tan difíciles de digerir su intención, pues cuando verdaderamente se deben proferir, quizá no se deba dilatar y desenmascarar el sentimiento, el miedo. Decir adiós o te quiero nunca es fácil sin la máscara que esconde el miedo al límite, al fin, en el supuesto eterno ciclo que enfrentamos.