sábado, 10 de enero de 2015

Agua tibia bajo un puente rojo (Akai hashi no shita no nurui mizu). Shohei Imamura. 2001.



El mayor tesoro del que podremos disponer es este líquido formado por esas moléculas antiguas que soportan aquello que hemos ido a considerar como vida, y es posible que el simple chorro acuático en su círculo vicioso arrastre en sí una mayor comprensión temporal que la implicada en nuestras planas, por horizontales, mentes. El agua posee distintas propiedades que hacen de ella una condición necesaria para el mantenimiento vital, para el disfrute y la adoración, para saciar el aspecto físico que interponga las diferentes propiedades que luego la cultura determinará. El agua fría templará los ánimos, saneará la calidez estival o será calentada hasta el punto de masacrar beneficiando. Las distintas concepciones dignificarán o enterrarán las distintas construcciones culturales para diferenciar el líquido en su pureza y la mezcla inherente con el entramado que lo rodea, así el fluido va a disponer de tantas teorías como prejuicios puedan ser montados. Unos serán tesoros, otros basura, algunos serán repulsivos, otros nos podrán bañar hasta de emoción.

Aquí el agua es tibia, esa propiedad que no la acerca a los grados más representativos para dotar de cualidad al agua, sin la extremada y nerviosa frialdad ni el sano y soporífero calor puede parecer no llegar a agradar como generalmente sucede, puede parecer extraña la fuente del manantial de esta agua tibia que alimenta el río, aguas legisladas desde los puentes de la misma razón que vertebra esas propiedades acuáticas. Poder pescar o cómo diantres hacerlo puede llegar a ser la misma historia que buscar un tesoro y encontrar otro, puede ser igual que correr persiguiendo una meta que correr sin ella pues los puentes sirven para ello, para pensar en la tibieza como algo dado, algo por cambiar, algo que necesita del alimento incesante, del reflexionar ante el pensar, el frío y el caliente, el que proviene del manantial, y que surge al caminar, al pescar ideas que expanden nuestra ligera intuición.

Un baño de esperanza siempre ha de ser tibio, dulce, arrastrando tras de sí los desechos que otorga el tiempo, las circunstancias que nos sumergen en un baño posible, que nos hunden a territorios por explorar sin la consabida lección sobre alguna de las cualidades que el propio baño quiere limar. No hay erosión si el agua no arrastra ciertas impurezas, por ello, reanudar una y otra vez el ciclo acaso sea la fórmula para bañarse dos veces en el río de Heráclito, quizá sea la fórmula para conocer un tiempo cíclico doblado en la hilera expandida del agua, de las moléculas que la componen, a veces mezcladas, otras por juntar, pues los estados del propio fluir son como los del hombre, constantes, en su cambio, indefinidos en su puro ser.

martes, 6 de enero de 2015

Ida (Sister of Mercy). Pawel Pawlikowski. 2013.



Por arriba de nuestras cabezas hay algo más que puro decorado, aquello que corta el encuadre formal puede convertirse en la auténtica relación con el cuadro completo pues después, siempre después, quizá no sea más que ese retorno impasible que nos dedica la vida, las ideas que guían cualquier vida, como esta propia manía de reservar como un buen vino algo de la mejor cosecha cinematográfica para esta noche de reyes.

Una vida, la vida y su gobernanza desde las ideas que tratan de amoldar la parcela de realidad en que nos toca vivir hace del ejercicio fílmico una búsqueda, siempre la búsqueda inmemorial de la imagen, de la propia savia que destila en cada afecto, en cada suposición tácita sin llegar a contraponer la otra realidad allende los muros más que con las notas de la mezcla musical que supone la sospecha del jazz y su propia valía ontológica para los tiempos que empiezan a correr. Búsqueda vital la del personaje y la de la imagen y una historia que va más allá de la ideología, que se acerca más a ese todo del que nuestra inexperta salvaje no puede ni querrá escapar.

¿Se puede decir más con tan poco? Hora y poco de planos tranquilos, de sonidos y voces escasas pero efectivas, de reacciones sutiles, espontáneas, esperadas, sorprendentes al final. ¿Y luego, qué más?
La película, nada, más.

domingo, 4 de enero de 2015

Stalker. Andrei Tarkovsky. 1979.



Ese lugar de indeterminación afirmado por la crítica ante esta historia tan anodina como trasecendental es ocupado por la apuesta solidaria ante el espectador que maneja Tarkovsky delegando en él la resolución de la propia idea que transmite este mismo círculo vicioso que no sólo atañe al arte si no a toda manifestación humana desde la primigenia ontología que sustenta sus raíces sociales. Para llega a ese lugar, desinteresado, es menester hallarse en posesión de las herramientas disponibles, cualesquiera que puedan ser, ya sean los empirismos científicos o las subjetividades narrativas, los triángulos y rectas o la poseía afectada desde un habla a veces tan mentirosa como la propia memoria pero tan necesaria como la misma ciencia que hoy nos sustenta. Poder atisbar ese lugar es el recurso de nuestra cotidianeidad y, sin embargo, sólo un avispado como es un Stalker parece ser la clave para mostrar cómo la muestra del ordenado suceder esconde en su seno lo extraordinario, el sueño y la fantasía que anidan tanto en las mentes como en la muestra física del entramado natural de la sociedad humana. Lo indeterminado quiere escapar a la gran interrogación, por ello su aniquilación comprendiendo o anulando su sentido parecen meros argumentos falaces frente a una visión más dogmática, una mirada más cercana al dogmatismo religioso, mítico y que bien acapara espacios y tiempos en la andadura cultural humana. Una vez llegado el sentido, el deseo por el sentido, vuelca ante la pureza del verdadero desear, aquel que escondemos lejos del yo igualmente indeterminado en las fauces de la multiplicidad de identidades que adquiere una vida humana. El choque de indeterminaciones quiere provocar la precaria determinación que ofrece la visión a través de un prisma, a través del cristal de agua que son nuestro más arcanos ojos, de ahí la figura que acerca al correr del agua con un tiempo corrido, inabarcable pero que parece ser el sino que entorpece toda plenitud.

El film nos arrastra hacia ese lugar donde la interpretación es dejada en parte a unas imágenes que nos anticipan el propio cambio de todo lugar, la indefinición que adopta el devenir de todo acto, físico y mental, y que mece la propia creación de la idea, o de ellas en plural, pues pretender salvar el fenómeno mediante su entera comprensión no es más que la ilusión que lleva inscrita en sus genes (memes) la propia humanidad, siempre precaria y lenta, a contracorriente de unos sentidos que necesitan de una intelección para afrontar su propio ser. El triángulo que forman las perspectivas vitales es confrontado a una naturaleza no sólo escrita en lenguaje matemático sino conformada mediante los deseos humanos que la atisban, la cuadran o la contemplan adorándola como se adora al propio ser, esperando cierta redención de ambos, la siempre incompleta cuadratura de la vida en su alto valor. El trío protagonista nos desvelará aquellos matices en diversas instalaciones frente al mundo que nos rodea, el valor de las ideas y los miedos y simpatías que rebosan de tales prejuicios ya que al final quizá no nos quede si no decir aquella máxima socrática para descubrir nuestra ignorancia.

Nos encontramos ante una película densa, de no tan difícil lectura si uno se deja arrastra por una historia más bien metafísica pero sin la escabrosidad de los tratados filosóficos al uso. Todos llevamos un Stalker en nuestro interior, una forma de emparentarnos con nuestra realidad haciendo de nuestro sueño la propia cárcel o paraíso en el que creemos disfrutar. Seguir la pista para llegar al lugar donde nuestros sueños sin desvelar van a aflorar es continuar el viaje sorprendente que iniciamos el día que nacemos, en algún lugar, en alguna zona.