domingo, 22 de febrero de 2015

Belleville Baby. Mia Engberg. 2013.



Esta obra condensa muchos de los aspectos que caracterizan al arte audiovisual actual, por una parte la mirada documental como intento de acercarse a la esquiva verdad que ilumina nuestros días, y por otra parte el personalismo como parte deconstructiva en el intento de ahondar en la filiación artística, en sus mediaciones con la representación tanto de la realidad como de la parte subjetiva que interpreta. Así, Mia Engberg vehicula la relación amorosa pasada para indagar en su identidad, en la visión diferente que se tiene de la misma historia, de la aparente relatividad que puede otorgar pertenecer a un mundo distinto, sea este una clase social, un género o el mero hecho de poseer distintas ideas. La antigua relación sentimental es documentada como recuerdos en la indagación del nuevo ser al que han sido trasladados los personajes tras un romance interrumpido por el cine y por la cárcel, por un tiempo diferente que años después vuelve a tejer el hilo tras la llamada inquisitora por esa búsqueda de la propia identidad a la que nos enfrentamos cada mañana casi sin observarlo. El documento visual dota a la historia de esa credibilidad que dan las tomas sin destino previo, sirve para hilvanar el relato autobiográfico a esa realidad cambiante que siempre se nos escapa, aún siendo dos en uno como se llegan a sentir en Marsella. Pero el personalismo que otorga el propio tiempo también ha tenido su propio hilo temporal que desdibujándose por otros senderos ha ido enderezando un nuevo rumbo, quizá no tan distinto del pretendido inicialmente en cuyo seno albergaba cosas tan distintas. El cambio de rumbo quizá ya estuviera elegido en el guión que escribimos cada mañana frente al espejo, el preguntarse por sí mismo es algo que tiene que ver con el tiempo, con ese autoengaño del que precisamente hoy leía en palabras de Fernando Broncano

Y es que el individualismo cinematográfico está al alza, sobre todo en estas cuestiones identitarias, ya sea como reflejo de cierto posmodernismo, a mi gusto paralizante, o ya sea como investigación de un ser individual mucho más allá de la caracterización por etiquetas rígidas que le conviene al pertinente orden. Y aunque no todo es oro lo que reluce, aquí encontramos esas pinceladas lumínicas dentro de tanta sombra, en el juego entre la luces y las sombras se puede descubrir ciertas preguntas de veras pertinentes, pues a veces sólo importa la pregunta. Podemos observar como parte de ese autoengaño es parte importante de nuestras vidas, como la comunión perfecta con otro ser es siempre obstaculizada por nuestro propio ego imponente, como la diferente visión, ya sea ésta idealizada o mediatizada por un pasado sin invocar, interfiere en nuestro modo de asimilar un situación, una relación, de como el pasado es un invento que nos proporciona otra seguridad, la misma seguridad que la propia autora y protagonista podía sentir, o no, en una relación peligrosa, con un amante colonizado y al que finalmente, podemos preguntarnos, ¿llega a descolonizar?

Aquí las trampas siempre presentes de la imagen, del relato audiovisual. La verdad de un relato no depende ni de la imagen ni de lo representado por ella o sus correlatos audiovisuales. El cine como el tiempo otorga al menos el poder de conversación, con uno mismo y nunca con el otro, el otro comenta, dice, interpreta pero su visión siempre mediatizada por la nuestra se interpone a la necesidad de un relato siempre incompleto, siempre a expensas de la verificación que el propio tiempo almacena para cuando sea pertinente ver el propio autoengaño. Sortear estas trampas es el equilibrio que mantiene hoy el autor de estos ensayos fílmicos y aquí Mia como cualquier otro cineasta que se precie esquiva con maestría las dificultades del relato abriendo preguntas e interrogantes sobre las cuestiones particulares de su vida que la llevan a preguntarse por su ser, que nos llevan a preguntarnos a nosotros por su ser, por su modo de expresión e infinidad de cosas más, porque lo promete este film es preguntar desde el recuerdo, sabiendo de la propia representación de éste, de la particular insidia que es saberse exiliado cada mañana y por ende la necesidad del preguntar. 

jueves, 5 de febrero de 2015

Un lugar en el cine. Alberto Morais. 2007.



¿Referir al espacio determinado, aún por un misterioso y siempre anodino lugar, puede acercar a la experiencia cinematográfica a la falta de absolutismo conceptual que arrincona al llamado séptimo arte? ¿Deberían ser lugares los elementos donde sustentar una teoría cinematográfica o el sueño por la abarcadora comprensión del fenómeno fílmico ha nublado no sólo la pretensión teórica y por tanto de lugar, de espacio físico, de persona y vitalismo que transmiten las imágenes, esa metarepresentación de la representación con la que vivimos? ¿Un título describe o prescribe lo anunciado en la narración, en la representación o es un juego más con el que buscar el pretendido sentido que acompaña generalmente a nuestra visión? Llevo un rato pensando tanto en el film como en el nombre que lo acompaña sin poder decidir si existe una brecha entre ambos o si la brecha está situada en el borde del lugar desde el cual contemplamos la propia obra. No sé si el lugar del cine está más cercano a ese mito que lo acerca al arte para fagotizar la precaria esencia de la imagen en movimiento, o a los lugares que emanan de un autor, de un estilo, de una forma de atender a las cuestiones estéticas que van más allá del mercantilismo y que, sin embargo, siguen el modelo de éste en cierta medida. Quizá de ahí el lugar, la búsqueda de un sitio para las esperanzas, deseos e ilusiones no sólo del cine sino del propio hombre que desde los inicios nos sostienen, la búsqueda de un lugar múltiple tan indefinido como presente.

 La reflexión sobre el título sólo anticipa la misma sensación tras el visionado donde la imagen va a oscilar entre diferentes puntos tan cinéfilos, ávidos por una historia que los reconozca así como del tiempo que las propias imágenes detienen en palabras magistrales del compañero italiano por el que se inicia esta investigación espacial tan especial.
En estos espacios abiertos la imagen va a hilvanar unos tiempos abiertos tanto por los espacios físicos que componen las obras que se ponen en juego, como las personas que participan en una reflexión sobre cuestiones cinematográficas que van más allá de la pura cinefilia, que acercan el tiempo a su rastro más espontáneo, al rastro que el documentalista intenta captar no sin conocer la propia falsificación que toda huella padece. No hay ese lugar determinado para incluir y aislar una concepción cinematográfica acorde siempre a nuestra idea estética sobre lo que debe ser la experiencia cinematográfica, los lugares que van del neorrealismo a Pasolini vistos desde las diferentes ópticas que configuran el relato de aquel lugar dejan entrever el conflicto que conlleva el cine y el arte, la estética y la economía, la sociedad y el ser humano. Escuchar a los maestros y a los aprendices, a los usuarios o partícipes otorga la posibilidad de esta interpretación sobre la falta de definición del lugar concreto, del nombre propio de la teoría y la confabulada recepción, las notas que lleva inscrita la imagen en movimiento se escriben en lenguaje cultural, las matemáticas no ayudan a la ciencia social, por eso el lugar no puede ser el eje cartesiano, la concreción del mito, incluso del propiamente representado, del que no nos abandona ni tiene pensado hacerlo.

Para mi gusto ligeramente larga, pero el tiempo como el espacio, el lugar, es tan indefinido como los planos que componen la búsqueda de esa lugar donde se comete un asesinato, donde el cine adquiere nuevos mitos que se han de unir a los beneficios económicos, a la industria alimentada desde los propios sueños. La longitud tampoco ha de tener cabida en aquel lugar donde aún es posible extraer algo de la poesía y su conocimiento precario del que la propia filosofía es deudor. El lugar del cine espera siempre ser recorrido desde una mirada flexible y enfocada, que juegue más allá de la profundidad de campo de las circunstancias para con la escasa luz que ofrece el inabarcable audiovisual encontrar el destello estético de encontrase como Ulises ante el espacio perdido, anhelado, y que no puede dejar de soñarse.