sábado, 30 de julio de 2016

La correspondencia (La corrispondenza). Giuseppe Tornatore. 2016.



El amor puede ser una gran máscara, un sentimiento que ahoga y neutraliza otros sentimientos, otras acciones que nutren esos polos tan opuestos al amor y tan necesarios para que una pasión no se convierta en una enfermedad. Esa gran máscara puede funcionar igual para reactivar esa parcela de realidad social en la que lidiamos todos los días aguantando su frenesí competitivo. Las máscaras pululan por todos lados pues no sólo el amor adopta la teatralización como gesto de reclamo.

Si en otros momentos Tornatore ha sabido tocar la fibra sensible de este espectador en esta ocasión el film logra hacerlo en menor medida gracias a su desmedido e idealizado tratamiento temático como a un guión que, a veces, camufla con tintes de misterio y thriller una historia que necesita de demasiadas explicaciones y opta por un final demasiado rápido para encontrar esa tesis temática donde el amor eterno no puede acabar con la finitud que nos guía. El tema por tanto se convierte casi en el handicap del film pues al idealizarlo en demasía introduce al personaje dentro de una irrealidad a la que se le añade su misteriosa desaparición provocada por el mismo individualismo que parece guiar las acciones de un enamorado controlador que no supo una vez ya amar (tener hijos, familia, para no enseñarles lo que amas prueba mucho de un personaje que me recuerda la historia de la muchacha tracia y Tales) y ahora parece fiarlo todo al avance de un conocimiento que nunca debería estar más allá del sentimiento que lo acompaña, del mundo real que lo hincha y de sus moradores que lo sufren. De ahí su interés, doble quizá, en que su amada siga sus pasos, se convierta en una académica que siga determinando otros quehaceres, que siga limitando un amor que como el arte quiera liberizarse del corsé eterno que la historia y sus escritores les han endosado y apurar la libertad para entender que lo ideal está al alcance de lo factual, que la máscara perfecta esconde otra realidad. El amor, como se narra en una de mis cintas preferidas (2046), es una "cuestión de oportunidad", que, por tanto, se da en un tiempo y espacio delimitado, es decir, su frontera es el ahora, el instante donde el sentimiento compartido es celebrado, o cercenado, y por mucho que se desee estirar es necesario esa facticidad para alimentar ese juego de oportunidad que abre, quizá, una simple mirada.

Esa desmedida idealización por parte del profesor acerca del amor lleva a la historia sobre un amor imposible a los límites que la ciencia va a imponer, pues hoy las historias de amores imposibles parecen menos frecuentes dada la convicción general de la falta de límites para un amor al que aún le faltan demasiadas barreras que superar (género, religión, trata...) pero que manifiesta su profunda condición de no tener respuesta, de carecer del significado que se le suele buscar. Se ama, o no, sin tapujos, sin mentiras ni máscaras, sin tener que dirigir prediciendo el hecho amado por otro, sin tener que hacer de dos uno, ese uno mismo para perpetuar un amarse a sí mismo muy diferente del necesario para verdaderamente amar a los demás y explicitar las dos palabras que tan fácil de decir son, pero tan difíciles de digerir su intención, pues cuando verdaderamente se deben proferir, quizá no se deba dilatar y desenmascarar el sentimiento, el miedo. Decir adiós o te quiero nunca es fácil sin la máscara que esconde el miedo al límite, al fin, en el supuesto eterno ciclo que enfrentamos.

domingo, 5 de junio de 2016

Truman. Cesc Gay. 2015.



Se muere uno cómo puede, como dice el moribundo personaje de la cinta, y pareciera que se muere como se vive, pues éste, lejos de entender unas relaciones personales y unas circunstancias más allá de un ego personal cercano a la fábula del gorrón acepta con la misma valentía, o ironía, el destino por llegar. Y quizá ni se muera como se puede, ni como se viva, y que las opciones sean el reflejo del sintomático campo que abre una libertad de elección que hoy es negada en tantos márgenes por tantos defensores de la misma. No son la falta de relatos, ni de seguridades, ni otros elementos los culpables de las paradojas que afectan a las sociedades prejuiciosas e hipócritas que habitamos.

Hablamos de nosotros con la seguridad de conocernos, de sabernos de una manera, con una cierta personalidad cohabitada en los silencios foráneos. Hablamos de la muerte cuando en realidad queremos hablar de la vida. Ofrecemos ejemplo para que cada cual, al final, no pueda atravesar sus propios miedos y nosotros mismos adoptemos esa misma pose de seguridad que ofrece el mismo contacto social que rehusamos abrir para no herir ni ser heridos. Los tabúes y prejuicios pareciera que ofrecen un relato más prometedor de nuestro verdadero rostro, pero esto tampoco es así pues en los territorios poco habitados nuestra acción es tan impredecible como en el terreno más habitual y seguro.

El Goya aporta unas expectativas que a veces difumina el verdadero trabajo de una cinta que cuenta mucho en los cuatro días de reencuentro de una amistad que como muchas están forjadas no en la semejanza que muchas veces demandamos de una relación, si no en unas diferencias, que realmente no completan, si no que señalan que la efectividad de éstas puede ser el pequeño milagro de una sociedad cortada por las mismas expectativas que nublan muchas ideas.

martes, 31 de mayo de 2016

La novia. Paula Ortiz. 2015.



Hablar de La novia es hacerlo de Bodas de sangre, por tanto, es inmiscuirse en ese universo lorquiano donde lo lírico enmascara lo trágico, donde arribar es luchar con la expectación de una sala, de un libro, de unos versos sueltos que flotan en el ambiente de aquél que ya padeció tantos crímenes a la hora de la luna. Pero como venimos a hablar de cine comenzaremos aplaudiendo la acertada labor de Paula que a mi parecer ha sabido llevar a unas imágenes, que cruzan la realidad y el versado lirismo, el universo de una obra teatral cargada de un simbolismo y una puesta en escena muy marcada por un lugar que lleva a los personajes a esa sinrazón que mueve los juncos a su antojo.

La misma libertad creativa que permite una adaptación ha podido ejercer aquí un papel muy decoroso frente a las limitaciones de una escenografía plasmadas en el mismo papel que en "el murmullo de sus venas" ya dicta elocuencias como ésta, y que la directora ha sabido trasladar a unas imágenes con un ritmo preciso, donde la historia traza los vaivenes de un amor y distintas tragedias al compás de una acertada banda sonora con guiño inexcusable al maestro Cohen. Y como si de ese mismo vals acompasado se tratase el odio y la tierra se conjugan en una imagen entre vetusta y cargada, entre colorida y árida, entre la noche y la luna, y el verde que todo lo calma. Una imagen a veces bella y profunda como la oniria que retrata, otras real y plana encarnado un contexto tan duro como verdadero.

Todo lector, como antes insinuaba, podrá disentir frente a la adaptación de una obra muy interpretativa, como es en si misma el conjunto de la obra de Federico. Sin embargo, abriendo el corsé que impone la propia imaginación puede percibir con toda claridad el sentido y la fuerza de una obra que debiera de tener tantas lecturas como interpretaciones posibles pues ahí radica la grandeza de una obra, en multiplicar las posibilidades, en hacer de la necesidad casi un fin para volver a poner en la palestra temas candentes que aún hoy, en caduca visión, parecen tener atenazadas más de un alma. Y el film logra transmitir ese mensaje donde relaciones inmateriales ponen en jaque a la libertad e igualdad a las mujeres, donde ideas del amor heteronormativas y violencia patriarcal dejan en entredicho que los tiempos hayan cambiado.