martes, 7 de octubre de 2014

En un lugar solitario (In a lonely place). Nicholas Ray. 1950.



Los lugares solitarios están en nuestras cabezas junto a todos los tópicos que los mantienen en pie, esos mismos ademanes psicológicos que acompañan al género por excelencia de la ambivalencia y la sombra, la duda y la explicitud. En este film negro se juzga el ego, la psicología de un personaje de acero que cuando acierta a enamorarse es investigado por partida doble para dar cauce a una historia donde el suspense o la trama quedan subsumidas en la búsqueda de una personalidad tan atisbada y frecuentemente, por desgracia, naturalizada. A nuestro típico Bogart, violento y misógino como muchas de sus apariciones, le van a juzgar por esa propia fama que otorga tal carácter machista así como por un crimen que no ha cometido pero que su pasado acusa. En esta travesía veremos como el individuo atrapado en su propio ego no puede sino acercarse a los pantanos que ofrece nuestra propia cosecha vital. 

No es el gran filme de Ray pero se atisba ese acercamiento más psicológico que narrativo en sus historias. La trama y su encadenación a veces es forzada a extremos poco verosímiles, pero lo verdaderamente importante es el viaje por la personalidad del escritor que empieza con la pereza que otorga, generalmente, el buen posicionamiento al dejar un trabajo a una joven y termina con la sensación de no poder redimirse de ser quien es, de vagar por las mismas sensaciones en un mundo donde la guerra ya no tiene sentido, donde los ganadores padecen la derrota del día a día que promete la paz social y el triunfo de los guerreros del capital. El amor a cualquier manera es algo para compartir, para dar sin esperar recibir, y la patología del duro, del dictador, no encaja con los principios de una afección propia de la sociabilidad como es la reciprocidad y la responsabilidad, esos reversos del frío acero que tomando nombre del protagonista encarnan los viejos roles psicológicos en los que aún hoy nos instalamos.

Para destacar algunos de los diálogos sobre todo la caracterización del personaje femenino que a pesar de ese aire de femme fatale no queda reducido a sus singulares representaciones fílmicas. Siendo una mujer que llega al corazón del icono misógino por excelencia, su personal viaje traumático al percibir lo que puede venírsele encima está muy por encima de las generales caracterizaciones del género dándole una mayor fuerza a ese final más cercano al final feliz de lo que pudiera pensarse. 

lunes, 6 de octubre de 2014

The Zero Theorem. Terry Gilliam. 2013.



Multiplicar por cero es sinónimo de pérdida, buscar con ahínco los sentidos indescifrables del ser humano en un futuro de datos esperando y fantaseando con la llamada o el antiguo paraíso puede ser tan suicida como el propio proyecto de Gilliam, pues el mundo visual que nos propone el director parece un poco desfasado frente a otras propuestas más eficaces en plasmar el mundo que nos puede esperar. Además la historia queda colgando en un mundo entre lo onírico y una insanidad psicológica que aplasta las directrices del relato, no ya de un modo posmoderno haciendo del desliz y de la falta de definición una especie de paradigma, si no de un modo especialmente vulgar para una historia que puede llegar a ser y expresar mucho más.

La pretensión fílmica quizá se haga desmedida frente al riesgo que supone intentar recopilar el sentido que emana de la vida, pero en un autor de la altura de Gilliam ni eso ha sido posible pues la imagen a veces patina sobre la misma mantequilla que ofrece un guión del que se salvan situaciones y acciones pero que no brinda ese compendio que suelen ofrecer incluso muchas de las obras llamadas posmodernas. Que sea su producción más modesta, económicamente, no invalida la falta de arte audiovisual que se le supone a un autor que si bien da rienda suelta a su imaginación mediante billetera, en esta ocasión queda desdibujada esa figura genial por la falta del mismo.

Pero como advertíamos las pinceladas están ahí, que presupuesto hubo, y en ellas podemos observar las típicas distopías que harán del ser humano un ser esquizofrénico y propenso a las más diversas patologías psicológicas dentro de las cuales podremos disfrutar de pequeños momentos de algo del cine que vinimos a buscar.

sábado, 4 de octubre de 2014

Bienvenidos a Belleville (Les triplettes de Belleville). Sylvain Chomet. 2003.



El desmedido amor por un asunto puede dar la felicidad, puede quitarla e incluso puede hacer perder de vista otras especialidades programadas por la cultura. Así ocurre tras ver este film de animación ya que puedes saciar el hambre de la animación, de unos dibujos animados amenos y diferentes al mismo tiempo, puedes igualmente perder la paciencia ante una historia a veces increíble, otras sentimentalmente cercana, y también puedes preguntarte el por qué dejas pasar ciertos eventos o productos culturales frente a otros, que realmente no saciaron nada. 

En el film, el amor a la bicicleta hace feliz y triste a un protagonista condenado a ver la misma película, las mismas fotos representativas de lo que fue una familia, condenado a no ser uno más teniendo que ser al menos uno. Pedalear por pedalear lleva a interesar a un mafioso francés por un ciclismo enológico y lúdico-monetario en el trasunto de Nueva York que es Belleville, para así raptar al nieto de la señora Bouza que ha pasado de una felicidad a dos ruedas por el sacrificio de las mismas que impone la profesionalidad. La búsqueda que llevará esta junto a su perro gracias a la colaboración de las antiguas estrellas trillizas de music hall harán del entramado visual un juego para expresar ciertos sinsabores de la vida al más puro estilo del cine mudo, con unos personajes fuera de la norma, que luchan por llevar la vida con la suficiencia que pueden adoptando esa pose irreverente y cándida que ofrecieron los Charlot, Lloyd o Keaton.

En este sentido, tras una historia simple y a veces fantasiosa, ese universo parecido al nuestro se ve aumentado no sólo por la teatralización que acompaña al mudo y al film, falto de diálogos en su mayoría de metraje, si no por la acentuada expresión que adopta una animación diferente, y el juego que acompaña a las escenas más cotidianas confrontadas con los nuevos modos que aportan los personajes. La vida construye puentes, no sólo entre los entramados poéticos que se ponen en juego, también entre la fiscalizad de un mundo que cambia sin saber cuando termina la película pues unos la ven, otros pasan de verla y los hay que ni se han enterado.