martes, 12 de octubre de 2010

Mifune (Mifunes sidste sang). Søren Kragh-Jacobsen. 1999.


Ateniéndose al manifiesto al cual representa parece ser una buena película, con una gran dosis interpretativa y un guión bastante amplio en el que conjugan diversos aspectos humanos, emocionales. No obstante, desde el prisma de una gran obra de arte deja bastante que desear, pues hay momentos demasiado forzados, no sólo esa salida hacia la infantil y provinciana vida pasada, ni esa llegada histérica de una esposa engañada, pues se echa de menos cierta profundidad en los personajes caracterizados por los tópicos de lo representado así como esa mirada meramente visual atenta a lo simbólico y artístico que refleja el buen cine.
Sin embargo, estamos ante lo que yo considero un gran film, por esa variedad temática de rica actualidad y tan arraigada en lo humano, en historias de seres normales que buscan refugio como drásticamente pueden en los semejantes, por ese juego natural que ofrece este movimiento en particular y el cine en general, por esas grandes interpretaciones (la de Rud es de lo mejor que he visto), por ese guión que aunque, impreciso, no está contaminado por la lógica de la industria y realza ese clima nada artificioso al que alude la cruda realidad. Y es que hay que ser igual de fuerte y valeroso que un samurai para enfrentarse con la vida, con el pasado, con la soledad y con la propia verdad, de ahí que Mifune nos enseñe y regale algo.

lunes, 11 de octubre de 2010

Pink Floyd The Wall. Alan Parker. 1982.


Mediante esta ópera-rock que sigue los pasos del majestuoso album de 1979 se nos muestra la historia de la irracionalidad que nos impulsa a construir muros a nuestro alrededor, muros tan altos que impiden cualquier otra visión, que incluso legitimados por cualquier instancia percuten en nuestro modo de interactuar con el resto de semejantes. Sí, nos hemos vuelto comodamente insensibles gracias a los ladrillos que vamos incorporando a nuestro modo de ser. Derribar éstos no es un castigo, es una obligación, pues la apertura a lo verdaderamente otro es tan necesario en nuestra perspectiva como los ladrillos que la configuran.

Sólo por la música y la animación merece ser puestas entre las pequeñas obras de arte, porque la historia, trasunto personal de Roger Waters, desmerece un poco con su abarrotado topicismo, aunque el gran montaje y la archiconocida y genial música crean esa imprescindibilidad que merecen obras como la presente, a pesar de su pobre cinematográfico inicio en forma de rock, que no audiovisual, puesto que la banda enfatizaba sobre lo visual en sus conciertos.

El olor de la papaya verde (Mùi du du xanh - L'odeur de la papaye verte). Tran Anh Hung. 1993.


Puede parecer demasiado larga y densa, poco insustancial en cuanto al contenido dramático, y sin embargo no le resta ni un ápice a la bondad y poesía que transmite rodar lo cotidiano, lo irremediablemente normal de la vida pero que en su fondo esconde una necesidad inmediata y trascendental. Las princesas de este mundo oriental beben de otras fuentes, por eso desde la serenidad del arte se nos puede narrar una historia mirando hacia la primitiva percepción que depara el halo natural que nos rodea. La película constituye una rica y variada amalgama de sensaciones, visuales y sonoras, muy a pesar del título, y si aún no es posible un buen olograma ni la dactilidad fílmica, experiencias como ésta acercan a la transmisión de tan primitivos organos del conocer. La historia, pausada y rutinaria deriva en una rapidez final falta del ritmo imperante pero la musicalidad sonora, tanto de la banda sonora como del magnífico ambiente (los pájaros llegan a hablar por la protagonista), la poética visual (que grandes primerísimos planos los de la hormigas en agonía, la pepitas de la papaya, el pintado de labios...), y un acertado guión, que nos saca de los convencionalismos occidentales, convergen y aúnan la excepcionalidad del film.

Además la temática es muy variada y aunque trasladados al contexto cultural vietnamita, como seres humanos nos atañe en todo su valor y circunstancia, así observamos los mismo miedos y confusiones que acechan aquí, las mismas miserias y grandezas se revelan con su impronta en el único mundo del ser humano, la única diferencia contrastable está en esa manera de amar y sentir, sin reservas y sin esperas, sin la urgente necesidad del agravio correspondido, de la respuesta sentimental. El amor por el amor, algo de lo que adolecemos en nuestra inmediata cotidianidad y en mayor medida en la proyección vital que condenadamente dibujamos.