miércoles, 30 de octubre de 2013

Carretera perdida (Lost Highway). David Lynch. 1997.



No soy muy fan del cine de Lynch, aquella serie tan famosa y lo que supone en el terreno audiovisual y su nueva narrativa nunca han sido de mi gusto, y no es que añore el relato clásico ni mucho menos, pero bueno esa es otra historia. Y aquí en esta película Lynch se nos muestra como ese configurador de un imaginario muy visual, pero de contenido casi nulo. Contar cuenta mucho, pero el qué sea eso que cuenta es otra cosa. 

Estamos en la típica narración donde puedes acabar tan perdido como creo que el autor quiere hacernos sentir. Perdidos en esa carretera circular cuyo frenesí inicial con las notas de Bowie cesan para mostrarnos una historia de sexo, mentiras y cintas de vídeo, pero sin la fuerza del original de Soderbergh. A veces toma las características del vídeo-clip, a veces estamos ante un thriller, y a veces ante un drama, otras nos vamos al porno, y al final el cóctel acaba donde empieza dejando demasiadas dudas que lo paranormal no puede llegar a explicar. Como espectador estamos acostumbrados al típico relato, no defiendo dogmáticamente esto, pero tampoco una sucesión de transformaciones por las buenas. Existen películas fantásticas e increíbles con un mayor grado de precisión y explicación, sin tener un ápice de esto último, que esta carretera tan perdida como difícil de encontrar.

Me quedo con Patricia Arquette, desborda la sensualidad buscada por todos lados (¿qué fue de esta gran actriz? a mi me enamoraba). Me gustó el universo cerrado y asfixiante que recrea en los interiores contra la apertura de los espacios abiertos. Algún contrapunto musical y el uso de distintos formatos. Por lo demás, el salto de reglas surrealista, hace tiempo de Buñuel o Man Ray...


martes, 29 de octubre de 2013

Historia del último crisantemo (Zangiku monogatari). Kenji Mizoguchi. 1939.



¿Qué se necesita para contar una historia con profundidad y un hondo sentimiento en cada pequeña narración que es cada plano? Ser Mizoguchi, ser un japonés acertando a manejar el plano en sus dimensiones dramáticas sin caer en el sentimentalismo del primer plano ni en la verbigracia del montaje. Ser un virtuoso en la puesta en escena, en hacer sentir a la cámara en movimientos cuya candencia acompañan el ritmo de la acción, desde un enamoramiento sincero, hasta los entresijos de la farsa, de la promesa, y del círculo en que toda escena acaba. La calidad sintáctica de las imágenes de Mizoguchi está en esa categoría de perfección a la que toda escuela narrativa audiovisual debe rendir homenaje. Perderse en cada travelling al tiempo que descubrimos, un antes y un después delimitado por movimientos y acciones, es un ejercicio al que el maestro japonés nos invita con el especial estilo nipón.

Y aquello que nos narra es tan importante como esa estética audiovisual, y con la misma parsimonia nos introduce en el mundo del teatro japonés del siglo XIX, en la sociedad histórica japonesa donde la mujer, como en el resto del planeta, es relegada a mero objeto. El halago fácil por la posición heredada es un síntoma tan antiguo, como moderno, y aquí, en ese mundo del kibuki, pertenecer a una saga, igualmente que en la mayoría de sociedades, otorga esa posición dominante, muchas veces tan inane como prepotente. Sin embargo, nuestro actor va a recibir en forma de amor el halago de la verdad, del apoyo e inmolación a una idea. El amor como abandono al ser del otro, al deseo del ser amado que no debe confundirse con el de ser amado. Aquí radica la fuerza del personaje femenino que a pesar de las ataduras sociales logra dar un sentido a su vida desde ese deseo que nace de la honestidad. Ejemplo de amor moral, muy en consonancia con el ordo amoris spinoziano, donde el sujeto no espera tanto del amor sino que se entrega a él sin esperar la certera correspondencia y respuesta simple. La vida fluye igual, el halago al final viene a significar lo contrario al amor, al este amor de renuncia que nuestro actor tuvo un día, y perdió en los espejismos de todo sueño. 

Y en torno al teatro y su delicada relación con la representación, con la realidad y con la sociedad, el maestro japonés suscita muchas de las problemáticas conceptuales en torno a esas relaciones. Ya en su forma y estilo se advierte el valor de sinceridad que debe acompañar al ejercicio cinematográfico, compañero e hijo de la clásica representación teatral. La escena cuando se mueve indica también un estado de ánimo tan patente como el de la propia acción. El travelling de la búsqueda desesperada en el tren es fiel reflejo de esto. En esta secuencia se condensa la principal idea de cine, y de la historia, que nos narra Mizoguchi, una historia de amor donde la tradición impide la renovación, donde los honores, merecidos e inmerecidos dan sentido a una cultura en cambio.

Y aunque nuestro protagonista prefiera ser amado, simplemente, y pierda la oportunidad de vivir otro sueño, basado en la fuerza de la realidad como muestra ella en su lecho de muerte, nunca ya podrá evadirse de la crítica benevolente sin pensar, conscientemente, de que lugar del cuerpo saldrá, si del corazón que un día conoció o de las tripas del tirano respeto.

Quizá le faltara algo de ese hamor del procomún del que habla la isla de ColaBoraBora.


sábado, 26 de octubre de 2013

Relámpago sobre el agua (Lighting over water AKA Nick's Film). Win Wenders, Nicholas Ray. 1980.



¿De quien habla realmente la película, de Ray y su propio malestar hacia si mismo, o de Wenders y el malestar de una sociedad que ya no puede encontrar algo llamado arte? La película planea sobre dos figuras del llamado séptimo arte sin apenas rodearlas, buscando algo que contar al tiempo que narra demasiado, ya que la vida exprimida de Ray deja de ser importante ante el advenimiento de una muerte segura a la que sólo le falta la fecha concreta. Y aunque Nick quiere participar, no sólo como actor, y saque fuerzas para continuar y planificar ciertas secuencias que impliquen a Wenders personalmente, el resultado, como deja entrever el epílogo, parece mostrar el ego del director, el punto de vista del narrador, de quien pone la cámara a funcionar, pues entre cortar y no cortar, entre grabar y no grabar, siempre hay un autor, una persona que será quien marque el devenir de la filmación, aunque sea  a través del montaje. De ahí la ambigüedad del film, la ambivalencia proyectada a través del recurso al vídeo y al 35 mm. entre otros formatos narrativos, pues en esa propia mezcla de interés, autointerés y nostalgia por algo llamado cine se percibe aquello que pretende Ray, el reencontrarse consigo mismo y echarse sus propias cuentas al mismo tiempo que Wenders explora la idiosincrasia del nuevo cine posmoderno y todo su inane elenco poético.

Baudrillard y Lyotard, y la pornografía de la imagen debían de tener mucha razón cuando estos franceses caracterizaban la imagen posmoderna como una necesidad de satisfacer la realidad, como un acontecimiento creador de señales que solo sirven como modo de engatusar al pobre espectador que, indefenso ante la muestra parcial de un realidad acotada, sólo puede mirar sin aprender o reprender. ¿Pero entonces, nos es lícito hablar de esta película como espectadores, podemos acaso sacar algún sentido por precario que sea ante esa estética de la decrepitud representada por lo que fue, un autor, un arte, un estilo?

La pornografía de la imagen surge en el mismo acto en que Edison filma un beso, o los Lumiere nos acercan un tren, y no digamos con el mago de los viajes lunáticos, por tanto hablar de cine, de sus fantasmas, los nuestros o los de los protagonistas no es tan banal como quizá pensaras los distinguidos franceses. De ahí el valor de la película, que si bien no llega a encontrar el verdadero ser de Ray, su lucha y tormento tras la muerte de Dean y posterior viraje vital hacia lo "oscuro" de la realidad social, al menos deja claro los intereses de la nueva generación de cineastas, preocupados no ya por la gran forma, la pequeña forma o la poética instalada en el film, sino por la propia concepción de aquello qué es un film, de lo característico de eso que a veces llamamos arte y que tanto tiene que ver con la vida, con la sensibilidad. En la soterrada expresión de estas dudas es donde podemos encontrar el verdadero valor del film, pero para llegar a ello primero hay que desterrar demasiadas concepciones y prejuicios, pues servirse de la muerte de una persona, de su fama y de su halo artístico es tan sucio y coherente como practicar el travelling de Kapo o filmar besos y trenes.

P.D. Que pena de epílogo, con lo hermoso que hubiese sido filmar el junco en el agua, sin más...