martes, 5 de noviembre de 2013

Un hombre tranquilo (A quiet man). 1952. John Ford.




Quisiera ver mucho más en esta cinta, pero la naturalidad y sencillez que a veces predica la vida no dan para más, por eso Ford es un maestro, por toda la falta de complejidad que requiere filmar un hecho tan natural como una vuelta, un regreso y el cambio que implica todo proceso así constituido desde la ambición de la diferencia. Un boxeador quiere olvidar, dejar atrás el mundo de la ciudad, de la violencia que representa. Para ello, volver a la Irlanda natal, a ese paraíso perdido que son siempre los lugares desde los que nos exiliamos en cierto modo. Allí en la aparente libertad natural, también hay reglas, normas que una férrea tradición instituye, leyes no dictadas que se enfrentan al amor recién encontrado, esa mujer delacroixiana, pelirroja, tan firme como dócil que intervendrá en el acomodamiento del personaje y su nueva identidad, un nuevo modo de estar sin renunciar a sus básicos principios, que como manda el autor, bien americanos han de ser.

Despojémosla de ciertas características ideológicas que el tiempo ha ido soslayando y aquí nos damos cuenta del valor del film. Fuera de toda misoginia, de todo patriotismo liberal, y de ciertos aspectos que hoy se consideran nocivos, el film retrata bien esa complicidad que existe entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y el conocimiento de su propia sociedad, de sus modos de vida, narra de forma espléndida el valor de la amistad, el valor de lo social a pesar de sus contradicciones, de los momentos malos que siempre existen, de lo contradictorio de la norma, lo estrecho de la justicia. Vivir, jugar, soñar, empezar nunca es fácil, acoplarse en la vida, en la que uno quiere vivir es tan condenadamente difícil como aprender a montar en bicicleta, cuestión de golpearse.

Una norma, un consejo: Yo cuando bebo agua, bebo agua, y cuando bebo whisky bebo whisky (estos Sancho Panza cinematográficos cuanta sabiduría tienen).

sábado, 2 de noviembre de 2013

La guerrilla de la memoria. Javier Corcuera. 2002.



Un documental sobre la guerrilla antifranquista, sobre esas personas que tras el último parte de guerra no admiten la derrota y luchan por ideas y esperanzas tan vagas como necesarias. Personas que por distintos motivos subieron a los montes de toda nuestra geografía para organizarse y vivir una experiencia antifascista en medio de la gran contienda mundial, y esperando ser testigos de la caída del último bastión fascista que le iba a quedar al mundo.

El desarrollo del documental se basa en las narraciones en primera persona de sus protagonistas, sus vivencias y recuerdos de un movimiento acallado por la historia y que revivido en sus palabras y emociones delatan el origen ideal de la lucha contra el estado que representaba Franco. Huidos, apresados o asesinados intelectuales y militares, el pueblo quedó a los designios de la represión, de la tiranía a la que estos militantes de la libertad van a ofrecer una última resistencia, de más de dos décadas en algún caso, con la que asegurarse la propia dicha, precaria pero libre, con la que afrontar la vida. Sufrirán después represión, exilio, toda la amargura que el bando perdedor y único legítimo va a acaparar. Pero en ellos, a pesar de la mala transición que se llevó en nuestro país, como acertadas versiones retrospectivas analizan hoy, se observa ese ansia de buen vivir que les llevó a la continuación de la lucha armada en los montes, a seguir usando la violencia como método de lucha contra el fascismo. En sus vidas hay espacio para el perdón, pero no para el olvido, porque su historia bien merece la pena ser contada.

Y Javier Corcuera lo cuenta con simpleza, y esta categoría no tiene por que ser vista con signo negativo ya que narra sin llevarnos al dramatismo que puedes conseguir con personas con esas vivencias. Puede que quizá el montaje en algunos momentos sí dote a la narración cierto dramatismo, ya sea con el cambio de valor de plano en un personaje o con el uso de fotos tan esencial al documental, pero en general se deja narrar a la imagen, a la naturalidad de la vida, del quehacer cotidiano invadido ahora por la activación de recuerdos lejanos, de heridas profundas no siempre bien sanadas. Y ahí no mete el dedo en la llaga la imagen, no hace falta mucho más que escuchar, y es que hay películas donde la imagen casi sobra, y la imagen por la imagen...

miércoles, 30 de octubre de 2013

Carretera perdida (Lost Highway). David Lynch. 1997.



No soy muy fan del cine de Lynch, aquella serie tan famosa y lo que supone en el terreno audiovisual y su nueva narrativa nunca han sido de mi gusto, y no es que añore el relato clásico ni mucho menos, pero bueno esa es otra historia. Y aquí en esta película Lynch se nos muestra como ese configurador de un imaginario muy visual, pero de contenido casi nulo. Contar cuenta mucho, pero el qué sea eso que cuenta es otra cosa. 

Estamos en la típica narración donde puedes acabar tan perdido como creo que el autor quiere hacernos sentir. Perdidos en esa carretera circular cuyo frenesí inicial con las notas de Bowie cesan para mostrarnos una historia de sexo, mentiras y cintas de vídeo, pero sin la fuerza del original de Soderbergh. A veces toma las características del vídeo-clip, a veces estamos ante un thriller, y a veces ante un drama, otras nos vamos al porno, y al final el cóctel acaba donde empieza dejando demasiadas dudas que lo paranormal no puede llegar a explicar. Como espectador estamos acostumbrados al típico relato, no defiendo dogmáticamente esto, pero tampoco una sucesión de transformaciones por las buenas. Existen películas fantásticas e increíbles con un mayor grado de precisión y explicación, sin tener un ápice de esto último, que esta carretera tan perdida como difícil de encontrar.

Me quedo con Patricia Arquette, desborda la sensualidad buscada por todos lados (¿qué fue de esta gran actriz? a mi me enamoraba). Me gustó el universo cerrado y asfixiante que recrea en los interiores contra la apertura de los espacios abiertos. Algún contrapunto musical y el uso de distintos formatos. Por lo demás, el salto de reglas surrealista, hace tiempo de Buñuel o Man Ray...