lunes, 19 de diciembre de 2011

Luces de ciudad (City lights). Charles Chaplin. 1931.




¿Es posible que la pantomima incite a la lágrima y a la sensibilidad? Claro que sí, y el mejor ejemplo es este film donde Chaplin nos acerca al teatro hipócrita de nuestra sociedad occidental en muchas de sus vertientes. La película se inicia con un alegato contra la estupidez e indiferencia que muestran los políticos con sus semidiscursos, vacios de todo contenido y bien representados por esos pitos de feria que ahora el cine sonoro puede traslucir. El amor, esa pasión poderosa y vital que se apodera de nosotros, es la guía de nuestro protagonista, ese vagabundo infinito (bueno, hasta El gran dictador) que es Charlot y que le lleva a amar a esa violetera ciega a pesar del conocimiento de la imposibilidad real de tal unión dado el orden social al que se ve sometido nuestro personaje. También hay una crítica a toda la fingida amistad, a esa necesidad de afectos a la que nos enfrentamos y que no puede ser remediada en coherencia pues no existen apenas lazos afectivos verdaderos, carentes de interés. Incluso actos nobles y grandes son minimizados por nuestro ego hasta ser obviados y suprimidos en su valor pues sólo damos valor a lo que la sociedad impone (dinero y materia desde hace demasiado tiempo ya). Igualmente existe una crítica a nuestro mayor opresor, ese trabajo desganado al que hemos de someternos para poder continuar en este mundo, a su pretendido valor que escapa a cualquier comprensión racional si no es elegido en plena voluntad. Misma puesta en duda la que realiza del mundo del espectáculo, de los contratos y amaños que regulan cada plano vital restando cualquier valor a una reflexión por mor del beneficio inmediato (la secuencia del boxeador en el ring es de lo mejor del cine).
La vida, retratada con humor, puede resultar incluso más trágica que la propia realidad y aquí Chaplin y muchos de los maestros del cine mudo eran auténticos genios, así nos invade el corazón con representaciones de las más execrables miserias humanas a la par que conjuga cierto sentimentalismo con el más hilarante humor, y todo para llegar a una de las escenas más bellas y dramáticas de la historia de este arte, ese encuentro del vagabundo y su amada a través del cristal de una tienda, ese roce de piel, esa conexión no visual que hace reconocer el verdadero sentimiento fuera de toda apariencia. Con esos planos que transmiten todo el sentir, de una misma flor, se cierra una de las más bellas obras de arte de todos los tiempos, gracias Charlot por todos esos momentos mágicos de pantomima.
Ayer, leía un post de una amiga que rezaba algo así como que las personas pueden olvidar lo que dijiste, lo que hiciste, pero en cambio nunca olvidarán cómo les hiciste sentir, y hoy no puedo hacer sino aplicar tal máxima a este film, porque en su esencia transmite este ideal genialmente y porque el director hace que no pueda olvidar jamás lo que me hizo sentir con la mayoría de sus películas, no creo que nunca pueda dejar de hacerlo...

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