viernes, 5 de diciembre de 2014

Recuerdos del porvenir (Le souvenir d'un avenir; Remembrance of Things to Come). Chris Marker y Yannick Bellon. 2001.





Se ha ido para nunca volver
y sólo está ahí para mí 
el recuerdo de un porvenir 
que se creyó de la especie humana.

Claude Roy.


La máscara de la historia posibilita crear estos recuerdos del porvenir a través del archivo fotográfico de Denise Bellon que tan coherentemente mezclan Chris y Yannick prefigurando en cierto modo la idea de lo que luego se materializará en aquello que llamamos historia. Puede parecer fácil superponer desde el presente un pasado retratado al hilo proyectado por los acontecimientos futuros de esa imagen que conforma el retrato, pero la pareja de autores consigue atrapar al espectador no solo con la fotografía de Bellon madre, si no con ese entramado histórico que irradia la fotografía tras el descubrimiento del cuerpo y del cielo, tras esa concepción del tiempo vertiginosa donde aquello por aparecer tiene un correlato en algún recoveco humano, en algún tiempo o espacio tan diferentes al nuestro como igualmente parecido. Los aires de familia del tiempo y sus ideas crean máscaras desde las cuales la interpretación se torna difusa y compleja.

Las máscaras de los hombres posibilitan el reflujo viviente de toda imagen, esa interpretación que espera a cada momento para ser dignificada, exaltada. Existen máscaras de época que reprogramadas adecuadamente se perpetúan en un auténtico círculo vicioso que no hace si no repetir aquellos conflictos humanos más elementales. Los surrealistas van a reflejar aquí el carácter dinámico de la historia, de las imágenes y sus significaciones, de las contradicciones de muchas de las garantías de la imagen que sometida al imperio de la representación fijan significados de muy distinto valor. Con ellos, auténticos valedores de la nueva representación, comienza el collage, el devenir de un tiempo de preguerra convertido en anteguerra por la mirada de los cineastas. Una mirada fundamental en fotografía, sobre todo sosteniendo la de los otros (una de las mejores definiciones de lo que es ser fotógrafo que he escuchado), o simplemente para instalarse y ver diferente e igual, como Duchamp. Conservar la mirada requiere de tender los propios puentes que fotografía Bellon, aquellos viejos nombres trastocados por nuevos acontecimientos, salvaguardar con la sensibilidad del hombre aquel espacio que acota con su cámara, salvaguardad los nitratos aunque sea en una bañera o disfrazados en carritos.

La máscara del arte es múltiple y posibilita su propia variedad, su excéntrica capacidad de abarcar un amplio espectro de manifestaciones y sentidos. Y aquí serán las grandes exposiciones universales las encargadas de validar el futuro desde el pretérito representado por la fotógrafa, en ellas la presencia de la guerra destila imperceptiblemente de modo tan sutil como la conciencia de la colonización cuyas aristas serán desvirtuadas desde la propia alfabetización y sumisión al patrón cultural dominante. Los desplazados, los olvidados y todo aquello sumergido bajo la óptica occidental son el reflejo de una comunicación coaccionada por el éxito de la venta, por el negocio de una revista que publica la visibilización de un colectivo como el panfleto más contradictorio contra el ser humano. La historia y el arte se vuelven máscaras para crear en el juego de espejos de las ideas la sinrazón del nuevo genocidio, de viejos encuentros con una muerte a la que se alude desde la conciencia nacional, desde la posición defensiva que truca el acero en vil metal, las esperanzas en decepciones, para restituir así el sentido de la máscara que hoy nos acompaña.

martes, 2 de diciembre de 2014

Los inocentes (The Innocents) Jack Clayton. 1961.



Los inocentes aquí somos los espectadores que hemos de tragar una historia nada clara, más bien oscura, de una vaguedad tal que al final uno acaba sin distinguir si la locura gana la batalla a los fantasmas que pueblan las mentes o ha sido al revés y en verdad vimos un fantasma tras el cristal y en el lago. Clayton ha jugado con nosotros en ese círculo vicioso que arranca con esa melodía que atraviesa incluso el logo y la música de la productora y que continúa con el plano donde el arrepentimiento da lugar a la historia, al cuento de una institutriz capaz de aceptar un trabajo donde quizá un niño la bese por primera vez.

Los inocentes no sólo son los niños que sin la conciencia desarrollada para el bien o el mal apenas pueden salir de ese estado de cándidez que a veces los emparenta con la locura, con la deficiencia psicológica que a menudo transforma a los adultos. Inocente resulta ser también la criada, la institutriz, que ligadas a los hechos concatenan teorías para poder sobrevivir con ello, ya sea la muerte indigna de los compañeros o las visiones que acompañan a sus fallecimientos para según que personajes. Inocentes son todos los protagonistas, incluso el dueño de tan maravilloso palacio, pues para ser culpable se necesita la mala fe, el actuar a sabiendas de los efectos que traerá tu acción, conociendo el destino de los propios actos.

El culpable, a fin de cuentas no son otros que los autores del film, el director que basa su relato en una novela de Henry James, los escritores William Archibald, Truman Capote y John Mortimer que dan vida a los diálogos adaptando la novela para lucir esa confusión reinante donde la verdad queda tan lejos como su inocencia. Grandes maestros de la letras son conjugados en una prodigiosa oferta visual, con una fotografía en blanco y negro panorámica portentosa, con la claridad y oscuridad justas en los momentos precisos, con una variedad de planos que hacen inoportuno tener que explicitar más allá de lo debido la angustia que remarcan ciertos valores de plano tan manidos. Con una banda sonora que se apropia de una melodía para hacer temblar, repitiendo esa sinfonía de modo narrativo y poético logrando el efecto deseado y que luego van a imitar tantos otros. Quizá no sean del todo culpables si has podido entrever la certeza de la historia, si has podido comprender que matar no es cuestión de fantasmas si no de la arrolladora realidad que nos circunda, que el egoísmo de un tío rico y vividor puede hacer más daño que una desafortunada institutriz.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Hacia Broadway (Harold apasionado, Amor y poesía) (Bumping Into Broadway). Hal Roach. 1919.



El chico de las gafas ya había aparecido con fortuna en otros films y daría para muchos más para rivalizar con el par de artistas con los que formaría el llamado triunvirato cómico del cine mudo. En este film como en los siguientes va a ir forjando esa imagen tan distinta a los personajes de Chaplin o Keaton, un personaje muy cercano a el público que quiere ir ganando el cinematógrafo por esos años de salida definitiva de la barraca. Así nuestro hombre de gafas se enfrenta a una situación elementalmente burguesa, a ese liberalismo que define al hombre desde la superación y los sueños, desde una acrítica posición que sólo mira el futuro intentando no padecer el presente. Nuestro muchacho perseguido por la casera y sus recibos se enreda en una situación amorosa desde el cinismo, saliendo airoso de las distintas persecuciones y situaciones que le impone el camino al que desea llegar. El dinero es la búsqueda sempiterna de un ser que no va a Broadway por el arte que pueda destilar por esos lares, sino por todo aquello que significa el verde papel en el mundo, es decir, supuesta felicidad. Para ello no duda muy al contrario que sus rivales incluso de abofetear a otros personajes, pedir cuentas y mentir para conseguir la satisfacción del deseo primario. La historia, tan manida posteriormente nos hace ver la escasa creación existente en la ficción en general, lo de siempre pero al principio, como para entender un poco con aquello que llamamos historia del cine.

De la película en sí mucho que destacar pues Lloyd en esa época ya comienza a ser un maestro en eso de hacer piruetas tanto fílmicas como físicas, recurriendo a un montaje ágil y a una puesta en escena con un movimiento acelerado tanto de personajes como de acciones. Todavía no posee la dirección técnica total de sus proyectos ni la audacia para colocar la cámara en esos lugares tan insospechados como espectaculares de sus obras maestras posteriores, pero ya se atisba un gusto por el uso de planos variados, de encuadres diferentes y ese veloz ritmo que acompañan a sus películas.

Decepcionado al esperar otra cosa del film, al tener puesta la expectativa en otro lugar, en otro género donde esperaba ver algo más humano y poético, pero es lo que tiene ver películas sin referencias, sólo por un título que te llama la atención (y por el autor, como no) y que tenías pendiente hace tiempo. Y al mismo entusiasmado al ver otras producciones "menores" de un maestro de esto de las imágenes, aunque fuera por su causa, pues siempre se aprende y puedes observar la evolución de un hombre como Lloyd, uno de los pioneros que dejaron una huella quizá demasiado alargada, demasiado acompasada a otros derroteros más allá de la imagen pero que la acompañan en esta sociedad espectacularizada.