martes, 29 de marzo de 2016

Irrational Man. Woody Allen. 2015.



Pareciese como si cada vez que viera la última película del maestro neoyorquino estuviese viendo la misma película, la misma temática en torno al crimen perfecto, los mismos personajes de clase media con rasgos de intelectualidad preocupados por su ego y sus diatribas personales que acaban siempre en esas dudas del personaje dostoievsko que trata de emular últimamente nuestro otrora hipocondriaco, irónico y más creativo director. Bien es verdad que quizá haya fallado ante alguno de sus últimos trabajos pero la realidad es que no veo nada novedoso en su trabajo últimamente, esto es así.

Los últimos trabajos visitados se acercan mucho a éste, donde lo auténticamente pasable son las actuaciones de los actores en cuestión, pues el guión suele estar demasiado forzado a la consecución de un crimen que nunca llega a ser perfecto por mucho que la inteligencia trate de hacer una cosa que la realidad desmiente cada día cuando observamos la impunidad que a veces opera en nuestros sistemas de justicia. Además los personajes suelen ser unos clichés de una clase media que creyéndose su propio discurso a veces cree que está más allá del bien y del mal y como solución nietzscheniana adopta ese perfil lacónico y superior que alienta una desafortunada lectura del alemán. Así, ya sean éstos europeos o americanos, su relación con el mundo depende del propio ego, del propio relato que hace de la insatisfacción un hecho más cotidiano que la felicidad, una relación trastocada con unos problemas de clase que carecen de tal percepción cuando la verdadera realidad aprieta y se es incapaz de estar satisfecho.

Si ya vistes al menos tres de las últimas cinco películas de Allen, esta hora y media no te aportará nada nuevo, a no ser que vayas a investigar sobre las variaciones de Crimen y Castigo en cualquier ámbito, incluido el cine del neoyorquino.


domingo, 27 de marzo de 2016

Beast of no Nation. Cary Joji Fukunaga. 2015.



Para qué nominar a la sinrazón situándola en algún mapa cuando parece genuina, tan humana como el propio amor, tan brutalmente deplorada como asíduamente usada para imponer ideas, otros mapas, otros relatos. Las bestias no necesitan de nación porque no disponen de razón, ese instrumento que nos caracteriza y que muchos de nosotros atrofiamos con los mismos prejuicios que otros anteponen a las propias bestias, por eso es innecesario hacer una cartografía de la sinrazón porque habita en nosotros mismos, tanto en aquellos que hoy se inmolan en estaciones, mercados o parques repletos de gente, como en los que atrofiados por el odio, la venganza, el rencor, la avaricia o la codicia miran hacia otro lado cuando el sufrimiento es lejano y ajeno.

En el metraje vamos a comprobar como se pasa de víctima a verdugo en un santiamén y aunque el hecho de que sea un niño el protagonista nos pueda llevar a pensar que la vicisitud del cambio es posible a la gran plasticidad infantil, no podemos olvidar lo trágico que impone la parca cuando está frente a ti. Vamos a observar cómo en un conflicto las partes pueden volverse solubles, cómo la sinrazón se apodera de la escasa inteligencia y el valor de la vida fluctúa bajo mínimos. La vida desaparece para dar paso a la subsistencia, a una forma de existir sin futuro, esa posibilidad humana que esconde el razonamiento y que es básica a pesar de no venir en la carta fundamental de derechos. Todos deberíamos de tener derecho a un futuro, ese derecho que fortuitamente va a conquistar el niño de nuestra película y que va a poder entender a esa plasticidad a la que hacíamos referencia, no sin serias dificultades y con la suerte de no estar en la piel de otros compañeros ya absorbidos por una forma de vida que incluye droga y muerte. 

Es la historia de un niño con la suerte de nacer desgraciado en un país roto, en un contexto de refugiados, en un lugar donde la política desaparece por otros intereses (que más da cuáles) y donde estalla un conflicto que sesga miles de vidas como la suya, como las de su padre, su hermano, su madre, su hermana, su familia entera y otras miles de vidas inocentes que son arrastradas por una violencia que nace de la propia razón, de la sinrazón que rige el mundo y que somos incapaces de aceptar como demuestran las ausencias de respuesta a las demandas humanas que ha necesitado el mundo y que se quedan en el papel mojado de acuerdos, de vetos, de intereses. 

lunes, 21 de marzo de 2016

Techo y comida. Juan Miguel del Castillo. 2015.



A veces me pregunto por qué necesitamos tanto realismo en el cine cuando la realidad parece superar cualquier ficción, cuando los personajes narrativos parecen espantapájaros frente a las personas de carne y hueso que pueblan los noticiarios, los barrios. Pero inmediatamente observas esa realidad, esa ficción de papel publicitario y lo comparas con tu verdadero rededor para constatar la necesidad de verdadera realidad cinematográfica, la necesidad de poder empatizar con un sufrimiento condensado en dos sustantivos, elementales en las sociedades, unidos por una simple cópula, pero que vistos sólo un poco en el fondo (y ya es mucho) abarcan un múltiple abecedario de la precariedad e infamia que recorre nuestras almas hoy. Para llegar a disponer de esos dos vocablos es necesaria la unión de más factores, de otras voces que en ocasiones la sola mirada de nuestra actriz va a revelar veladamente.

Pues aunque no lo parezca es una película de silencios que acaba con un gran ruido, ese taladro ejecutador de un desahucio no es sino el broche que corona el sentimiento de vergüenza que acompaña a estas situaciones, el grito que por el orgullo y dignidad no dirige Rocío contra una situación insostenible en un estado firmante de los derechos humanos en su propia Constitución. Bien es verdad que no parece importar demasiado la situación previa, los condicionantes que hayan podido llevar a esta situación, tanto personales como institucionales, pero qué pueden importar hechos pasados para no respetar derechos fundamentales. Lo importante es la situación a la que se ven sometidas muchas familias en riesgo de exclusión, con niños mediante, ante el indigno hecho de no poder alimentarse, estar sanos y saludables en un hogar decente.


Una situación que describe muy bien el personaje de Rocío, una persona en busca de la misma dignidad que intenta inculcar, una persona necesitada de amor como todas las demás, necesitada de un saber amar que únicamente se da cuándo se es capaz de amarse a si mismo. Una persona que sólo puede poner su acento en un niño que crece con las mismas carencias, y aún más dada la competencia social a la que se ven afectados. Y esa situación, mostrada con la pausa que requiere, apenas sale de refilón en los telediarios, en las historias que apenas cuentan aquellos que cobran gracias a los que se benefician con que la situación se mantenga, de ahí la importancia de observar a la gran Natalia de Molina ponerse en la piel del miedo, en la piel de una inseguridad que lleva a su personaje a un aislamiento fatal para el futuro, para el propio hijo que en otras edades y con otros condicionantes vaya usted a saber...

¿Podrían vivir 256 familias con el sobresueldo que se embolsaron por ganar aquel partido? No hay más preguntas señoría.