A veces me pregunto por qué necesitamos tanto realismo en el cine cuando la realidad parece superar cualquier ficción, cuando los personajes narrativos parecen espantapájaros frente a las personas de carne y hueso que pueblan los noticiarios, los barrios. Pero inmediatamente observas esa realidad, esa ficción de papel publicitario y lo comparas con tu verdadero rededor para constatar la necesidad de verdadera realidad cinematográfica, la necesidad de poder empatizar con un sufrimiento condensado en dos sustantivos, elementales en las sociedades, unidos por una simple cópula, pero que vistos sólo un poco en el fondo (y ya es mucho) abarcan un múltiple abecedario de la precariedad e infamia que recorre nuestras almas hoy. Para llegar a disponer de esos dos vocablos es necesaria la unión de más factores, de otras voces que en ocasiones la sola mirada de nuestra actriz va a revelar veladamente.
Pues aunque no lo parezca es una película de silencios que acaba con un gran ruido, ese taladro ejecutador de un desahucio no es sino el broche que corona el sentimiento de vergüenza que acompaña a estas situaciones, el grito que por el orgullo y dignidad no dirige Rocío contra una situación insostenible en un estado firmante de los derechos humanos en su propia Constitución. Bien es verdad que no parece importar demasiado la situación previa, los condicionantes que hayan podido llevar a esta situación, tanto personales como institucionales, pero qué pueden importar hechos pasados para no respetar derechos fundamentales. Lo importante es la situación a la que se ven sometidas muchas familias en riesgo de exclusión, con niños mediante, ante el indigno hecho de no poder alimentarse, estar sanos y saludables en un hogar decente.
Una situación que describe muy bien el personaje de Rocío, una persona en busca de la misma dignidad que intenta inculcar, una persona necesitada de amor como todas las demás, necesitada de un saber amar que únicamente se da cuándo se es capaz de amarse a si mismo. Una persona que sólo puede poner su acento en un niño que crece con las mismas carencias, y aún más dada la competencia social a la que se ven afectados. Y esa situación, mostrada con la pausa que requiere, apenas sale de refilón en los telediarios, en las historias que apenas cuentan aquellos que cobran gracias a los que se benefician con que la situación se mantenga, de ahí la importancia de observar a la gran Natalia de Molina ponerse en la piel del miedo, en la piel de una inseguridad que lleva a su personaje a un aislamiento fatal para el futuro, para el propio hijo que en otras edades y con otros condicionantes vaya usted a saber...
¿Podrían vivir 256 familias con el sobresueldo que se embolsaron por ganar aquel partido? No hay más preguntas señoría.
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