Pareciese como si cada vez que viera la última película del maestro neoyorquino estuviese viendo la misma película, la misma temática en torno al crimen perfecto, los mismos personajes de clase media con rasgos de intelectualidad preocupados por su ego y sus diatribas personales que acaban siempre en esas dudas del personaje dostoievsko que trata de emular últimamente nuestro otrora hipocondriaco, irónico y más creativo director. Bien es verdad que quizá haya fallado ante alguno de sus últimos trabajos pero la realidad es que no veo nada novedoso en su trabajo últimamente, esto es así.
Los últimos trabajos visitados se acercan mucho a éste, donde lo auténticamente pasable son las actuaciones de los actores en cuestión, pues el guión suele estar demasiado forzado a la consecución de un crimen que nunca llega a ser perfecto por mucho que la inteligencia trate de hacer una cosa que la realidad desmiente cada día cuando observamos la impunidad que a veces opera en nuestros sistemas de justicia. Además los personajes suelen ser unos clichés de una clase media que creyéndose su propio discurso a veces cree que está más allá del bien y del mal y como solución nietzscheniana adopta ese perfil lacónico y superior que alienta una desafortunada lectura del alemán. Así, ya sean éstos europeos o americanos, su relación con el mundo depende del propio ego, del propio relato que hace de la insatisfacción un hecho más cotidiano que la felicidad, una relación trastocada con unos problemas de clase que carecen de tal percepción cuando la verdadera realidad aprieta y se es incapaz de estar satisfecho.
Si ya vistes al menos tres de las últimas cinco películas de Allen, esta hora y media no te aportará nada nuevo, a no ser que vayas a investigar sobre las variaciones de Crimen y Castigo en cualquier ámbito, incluido el cine del neoyorquino.
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