martes, 16 de septiembre de 2014

El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons). Orson Welles. 1942.


El siglo XIX quizá tenía estas cosas, un buen día borracho te caes sobre el contrabajo delante de tu prometida y la vida cambia y se transforma por completo aun sobreviviendo el mutuo amor profesado. La decadencia aristocrática en su declive y la nueva ola transformadora tecnocrática asomándose por el quicio de nuestras siempre imperfectas e indecisas vidas.

Quizá trate de esto el gran filme del siempre genuino Welles, pero en la cinta apreciamos muchas más cosas que delatan esa escasa racionalidad que queremos atribuir al ser humano y sus precarias relaciones pues la vida social está más impregnada de ese egoísmo del que nos gustaría admitir, aunque también lo está menos del que ciertas teorías pretender atribuir, pero como diría el barman wilderiano, esa es otra historia.


Orson audaz como pocos realiza aquí un equilibrio para aunar el remodelado artístico que intuía en este medio con la poca permisividad que se le otorga tras el “fracaso” y menosprecio de “la obra” anterior cuyas repercusiones parece, sin embargo, que le perseguirían hasta el polvo rondeño. Si con Kane ya exploró ese universo cinematográfico de planos y profundidades hasta un límite insospechado, aquí vuelve a hacer acopio de un repertorio de luces y campos para retratar la impertinencia juvenil y vetusta al tiempo de un tiempo que no espera a nadie, el crecimiento de un amor imposible donde los chismes y la perfidia truncan la posibilidad de unos lazos naturales, a la par que rompen otros mucho más artificiales (a pesar de ese final edulcorado). La horma del zapato nunca es total para quien puede, a otros ni siquiera les hace falta llegar a comprenderla para sufrirla.

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