El siglo XIX quizá tenía estas cosas,
un buen día borracho te caes sobre el contrabajo delante de tu
prometida y la vida cambia y se transforma por completo aun
sobreviviendo el mutuo amor profesado. La decadencia aristocrática
en su declive y la nueva ola transformadora tecnocrática asomándose
por el quicio de nuestras siempre imperfectas e indecisas vidas.
Quizá trate de esto el gran filme del
siempre genuino Welles, pero en la cinta apreciamos muchas más cosas
que delatan esa escasa racionalidad que queremos atribuir al ser
humano y sus precarias relaciones pues la vida social está más
impregnada de ese egoísmo del que nos gustaría admitir, aunque también
lo está menos del que ciertas teorías pretender atribuir, pero como
diría el barman wilderiano, esa es otra historia.
Orson audaz como pocos realiza aquí un
equilibrio para aunar el remodelado artístico que intuía en este
medio con la poca permisividad que se le otorga tras el “fracaso”
y menosprecio de “la obra” anterior cuyas repercusiones parece,
sin embargo, que le perseguirían hasta el polvo rondeño. Si con
Kane ya exploró ese universo cinematográfico de planos y
profundidades hasta un límite insospechado, aquí vuelve a hacer
acopio de un repertorio de luces y campos para retratar la
impertinencia juvenil y vetusta al tiempo de un tiempo que no espera
a nadie, el crecimiento de un amor imposible donde los chismes y la
perfidia truncan la posibilidad de unos lazos naturales, a la par que
rompen otros mucho más artificiales (a pesar de ese final
edulcorado). La horma del zapato nunca es total para quien puede, a
otros ni siquiera les hace falta llegar a comprenderla para sufrirla.
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