La primera incursión cinematográfica de Haneke resulta ser una película muy similar a su posterior filmografía donde la pausa predomina sobre una acción que retrata distintos aspectos de nuestras sociedades. Sin filigranas poéticas y con un ritmo cortado por los negros que vertebran las tres partes que componen esta historia de decadencia y lucidez, Haneke ilumina una burguesía tan acoplada en su mentira que solo atisba una salida al túnel de lavado en el que se encuentran sus almas. Para ello no hace falta más que cambiar algún elemento de los planos idénticos en los que transcurre el tiempo, cambiar escasos detalles de una rutina alienante.
Quizá sea esa rutina la que hace del film algo saturado en esa pausa que llega incluso a dejar a los personajes sin esa pizca de humanidad que hasta el más alienado soporta, pero la realidad en la que se basa ya indica algo de esa deshumanización que florece en las sociedades postindustriales donde los sueños son incluidos en esa rutina que nos hace perseguir quizá sombras, quizá solo momentos. Por ello mismo el desafío poético de Haneke puede resultar tan brillante como decepcionante pues la humanidad está en juego en unos planos donde la expresividad e incluso el cuerpo son borrados fuera de la propia rutina de nuestro mirar, tan acostumbrada al cuerpo, al gesto...
Para quedarse con esa música, diegética, que tanto dice al comienzo de la era MTV en una pantalla que acabará con la mosca y la tragedia. Con esa manera de contar visualmente el tedio de una sociedad que apenas se basa en las palabras si no es para hacer ruido. Que llueva, cambie el cepillo, el puesto de trabajo o cualquier otra cosa es el único movimiento que el sueño permite, el verdadero cambio necesita del lugar que prometen ciertas ideas, y paraísos aparte, empezar parece imposible. Puede que la salida por exceso sea tan fútil como por inacción, pero esa es otra lidia fuera del film.
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