Tu hermano te encuentra cuatro años después y te lleva de regreso a casa junto a tu hijo al que han criado él y su encantadora mujer, y tú no sueltas prenda de lo que te ha pasado, de los avatares que te llevaron a caminar y caminar dejando todo atrás.
Algo traumático ha debido sucederle al individuo este y el espectador intuye que su relación amorosa fue el desencadenante, el punto de inflexión al que pronto el protagonista ha de regresar para dar sentido a su vida, a la vida de los que le rodearon y que por algún motivo dejó olvidados.
Todo ese sentido va a desplegar en una cabina erótica, en un lúgubre garito con un espejo y su reverso cristal, con un escenario, una lámpara y una silla, aquí nos va a mostrar Wender de modo magistral aquello que te atormenta, eso que deseas conocer desde el primer plano de la película. Esa historia contada en tercera persona que tanto dolor provoca, esa pasión que tanto desborda, que tantos conflictos provoca sus indeseadas colateralidades.
Todo el camino acompañado por el punteo de esa guitarra, por esa cadencia de movimiento uniforme, de un transcurrir del tiempo fuera de lugar, ensimismado, logran una apcible atmósfera que contrasta con la totalidad y brutalidad de sentimientos que se narran pero apenas son percibidos, deben de ser asumidos por el espectdor, acompasados con el ento devenir que exculpa al protagonista en su soledad, condena por la sobredosis de amor, por el miedo a perder lo que más se quiere, temor antiguo y peligroso.
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