Los rastros del pasado lastran en cierto modo el futuro pero determinar la forma en que el dolor o la felicidad pretéritas moldean el presente es un ejercicio vano sin la cooperación del sintiente, del individuo que alberga su peculiar manera de entender y sentir su propio camino. De ahí el duelo interpretativo que mantienen Javier Cámara y Candela Peña por desbrozar unos personajes y una pareja que tras la pérdida de un hijo arrastran otras vidas, o la misma, pues desligar el pasado de una persona cuando éste marca indeleblemente puede parecer algo fácil, o difícil, tan diferente como intentan demostrar estos dos grandes actores en la piel del dolor.
La cinta se conjuga a partir de lo no dicho, de un silencio que va ir completando una espera que va a deparar sorpresas en un reencuentro que narra la crisis de una pareja dentro de la crisis de un país que sometido a organismos supranacionales devalúa a sus ciudadanos reduciendo el estado de bienestar que garantiza el futuro. Un futuro dislocado por unas tijeras, por una fatalidad, por una posibilidad truncada tras la falta de visión, tras la falta de un diálogo que en vez de imponer el silencio, la violencia, pudiese ofrecer aquellas demandas que sólo florecen al final, cuando el abandono ya abonó al olvido, que no a la pena.
No es fácil retratar todas las crisis de las que habla Coixet con sólo dos personajes pero las palabras cuidadas que suelen florecen en la filmografía de la directora también hacen aquí su maravillosa labor comunicativa para ir desgranando una historia simple, una historia de esas que también están en crisis ante el apabullante ritmo contemporáneo. Las palabras, los silencios y las emociones de las interpretaciones maximizan un film que visualmente dice poco a la par que narra y suscita todo lo contrario.
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