martes, 22 de noviembre de 2016

El largo día acaba (The long day closes). Terence Davies. 1992.



Existen cosas que jamás comprenderemos, con las que las emociones plácidas que ejercitan el sentimiento no podrán avanzar sin esa sustancia que los revoluciona. Hay fenómenos incapaces de ser inteligidos por esa zona sensible que nos caracteriza tanto como la formal razón y no por ello obstruimos esa parte onírica de nuestro ser. El sentimiento como cualquier órgano humano necesita de un entrenamiento y una educación que permita atender el mundo que nos rodea con otra vista, con la suficiente empatía como para embellecer el mundo en el intento.

El mismo intento que practica Davies en una cinta de difícil catalogación pero que asume esa forma de sensibilizar ante el hecho desbordante de una gran sensibilidad en un mundo carente de un oficio relegado a la mujer para vocear hipócritamente que lo racional supera a cualquier otro intento humano por atisbar su propio ser. La misma música que vertebra la obra indica ya la gradiente de pasión que intenta transmitir el director con unas imágenes llenas de ese sentimiento que escapa a pedazos en un personaje atado a una sociedad capaz de lo mejor y lo peor.

La sucesión temporal no calma ni colma nunca esa admiración que busca el hombre en nombre de otras ideas que trastocan esa inicial correspondencia entre la sensación y su consiguiente racionalización. Por ello la cerrazón, la clausura y el sometimiento, por ello el tiempo implacable del segundo nunca satisfecho y las paradojas que atormentan ante el abismo de lo primigenio. Y quizá con sólo sentir el día no se sienta.


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