Oleg Karavaychuk es un personaje a rescatar, un personaje que se presta a las mil maravillas a un documental que no requiere de presentaciones, de la cuenta minuciosa de azares y anécdotas vitales para comprender el ser de una persona que con su presencia extravagante, su palabrería estética y sus manos prodigiosas ante el piano zarista que visita van a decir lo justo para que el espectador despierte de la letanía de la melodía y deba indagar posteriormente esos hechos que permitan comprender la figura de un pianista con letras mayúsculas.
Entre la consonancia y su opuesto Oleg propone una mucosa que siente la verdadera melodía del todo, entre la propuesta pura del diálogo sorpresivo y la autoría el espectador es capaz de sentir todos esos momentos de música que regala el pianista a un documentalista fiel al verbo que lo define. La melodía visual es la puesta en escena de las raras artes, del esperpento y la belleza comunándose en la voz de varias obras, la del artista, Duque, Karavaychuk, la del espectador y la memoria.
Si una cinta suscita y mueve su ser ha devenido, en consonancia o disonancia, en la semejanza o en la diferencia, pero realizado (y si no también). ¡Qué devenga!
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