jueves, 16 de febrero de 2017

La clase de esgrima (Miekkailija). Klaus Härö. 2015.



Toda película esgrime mediante sus imágenes, palabras y recreaciones unos hechos que como armas deberían hendirse en las cabezas de los espectadores para despertar el conocimiento, o para adormecerlo, dependiendo de las distintas capacidades y habilidades. Las mismas que utiliza el director para hacernos interpretar una historia quizá demasiado manida en nuestros relatos audiovisuales pero que, sin embargo, parece muy diferente al naturalizar en poco más de hora y media diferentes relatos sin tener que melodramatizar en ninguno y sin tener que resaltar todos esos estereotipos que más que armas pueden ser bombas terroristas.

Pero para esgrimir, el protagonista de nuestro relato ha de usar más armas de las necesarias pues el florete por si mismo no sirve cuando uno es un prófugo de un sistema totalitario. El valor, como algo de la verdadera ideología que se escondía bajo el autoritarismo serán claves en una historia de cuidados, en un film donde la explicación ya ha sido llevada a escena en muchas otras ocasiones y por tanto el dominio de la emoción es la premisa que domina sin caer en el exceso. 

Me encantó ese guiño feminista donde el equipo que proporciona la carencia del equipo estonio está integrado por féminas, como el mismo gesto de la suplente, que tiene tanto de protagonista como el mismo profesor. Y es que, aunque la ideología estaba escondida bajo el manto del terror, es imposible negar que el papel de la mujer soviética fue muy diferente de la occidental (no tanto respecto del patriarcado, sí en otras cuestiones de género). Como tampoco se puede negar la falta de libertad de un sistema que prometía la misma meta supeditada a un futuro siempre inconcluso por el miedo de un telón de acero surgido al comienzo del corto siglo pasado. La figura paterna del estado no casa con la del individuo por mucho que ambas equivoquen sus sentidos, como los golpes de suerte y la acción de la historia también esgrimen sus razones para hacernos comprender que en esa misma educación donde los niños pueden olvidar la miseria del mundo adulto quizá está la esperanza.

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