viernes, 18 de octubre de 2013

El hombre que mató a Liberty Valance (The Man who Shot Liberty Valance). John Ford. 1962.



CINE con mayúsculas, del grande, de épica y de amor, del que descubre como la vida va abriéndose paso, como el tiempo humano transfigura el paisaje social, como la naturaleza es domesticada vía ley o ciencia, como las emociones de ser humano apenas varían y como la pasión de vivir, de ser, de amar lo que eres y tu entorno son etéreas respecto al cronos impuesto.

Ford es el maestro del western y con este crepuscular episodio narra la historia completa de ese imaginario social que es el viejo oeste en norteamérica. Sí faltan elementos clásicos en pantalla, pero ahí están, dando forma a una historia fundadora y con un síntoma claro de defunción. El vaquero, el rudo protagonista, el que aplicaba la poca ley existente en ese vasto territorio ha muerto, en la ficción y en esa realidad plasmada en lo que conocemos historia. La leyenda continúa y el tren ayuda a difundirla junto a su compañero cuarto poder. La diligencia carcomida por el polvo sólo es un recuerdo más, un recuerdo de algo que ya no es, de algo que el tiempo ha variado, a cambiado su contorno, hasta su materia se ha deslizado del crudo desierto al vergel donde ir a descansar en la vejez. La fundación del orden frente a la violencia, la imposición de la legalidad, esa desde la que teorizaban Hobbes, Locke o Rousseau recibe aquí un pequeño impulso testimonial, una visión ruda de la formación de la voluntad política y de como la fuerza, la violencia le han sido consustanciales.

Siempre me pregunté qué habría sido de Tom, de John Wayne, tras el abandono total al que es arrastrado, por la vida y por la mujer que ama. La conciencia no le pesaría, sin duda, pero un vaquero moral de esa estirpe, ¿cuáles hubieran sido sus andanzas quijotéscas finales?, ¿contra qué molinos iría a parar? Ese el destino de las leyendas, el de perderse y agrandarse con la razón atrofiada que el mundo les otorga...

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