El amor y la ideología mueven el mundo, para bien o para mal pero su fuerza hace de catalizador de múltiples experiencias en la vida humana. A ellos se les unen otros aspectos, sentimientos, emociones y un largo etcétera de consabidas prácticas humanas (por muy inhumanas que algunas puedan ser) para colorear y teñir la complejidad de la vida humana. Y aquí Mikhalkov va a retratar esas dos pasiones humanas fundamentales para hacer un retrato de la sociedad soviética sometida por un fanático como Stalin. Las incoherencias y la doble moral presente en cualquier ámbito humano, relativo de por sí, aparecen bien delimitadas a través, por ejemplo, de esos nombres del cuento que va a contar el recién llegado tío Mitia.
El relato es un flashback del suicida arrepentido, pues quizá como mostrara el coronel, siempre existe una elección ante la cobardía, ante el temor, ante cualquier situación. Así, las bolas de fuego que anuncian los noticiarios van a convertirse en alegoría de el especial incendio y destrucción que acompaña a toda cultura, a toda composición social movida desde los parámetros con los que empezábamos el post. Amor y odio, ideas y fanatismo, se mueven por todo corpus social para acabar arremetiendo contra ellos mismos. La dificultad de encauzar la fuerza de las pasiones, de las ideas, no suele acompañarse de buenos resultados pues la fe ciega de muchos seres por tener, poseer, ya sean amores o ideas, no suele compatibilizarse con el ejercicio reflexivo que debiera acontecer en el pensamiento y en la emoción humana (aquí estos día tras el acontecimiento Parot-Estrasburgo observamos demasiado sobre ello). Las bolas de fuego, de venganza por el amor perdido, arrebatado, las de un cuerpo político y policial adocenado y servil, van a acabar con el pequeño sueño amoroso que observamos en esa dacha demencial, pero sana. Y sin embargo, de nada servirá, pues la fuerza de estas ideas no muere, el amor ideológico, la idea del amor, continúan y continuarán moviendo el mundo con nuevas bolas de fuego transformadas en múltiples acontecimientos, pues la idea del amor y el amor a una idea son como las caras de una misma moneda que rueda de canto por esa superficie que llamamos tiempo.
La música, la pintura, la cultura, el arte, todo cabe en esta pequeña joya cinematográfica. Y ellas son tratadas con la misma precisión conceptual que ideología y amor presentan. Si por un lado la música refleja ese sol rojo falso, por otro sirve como elemento de contraespionaje, si la pintura costumbrista es reflejo de la decadencia, aquí los planos derrochan esa hermosura muy en contraposición a ese formalismo ruso, si el amor es hacia la patria, la tierra, la familia, la mujer, la correspondencia de éste es tan divina como un paseo en barca, el reconocimiento de la influencia, y la entereza moral de quien sabe despedirse con un simple beso. Y para eso, la hija del propio director y protagonista, es fundamental. Hay miradas que duelen por su amor, por su sencillez y que atrapan tanto como la mejor historia.
Decía Clara Campoamor que la libertad se consigue practicándola, y yo me pregunto, y ¿la igualdad? Seguimos corriendo para huir.
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