Bajo una escucha y mirando microscópicamente la diversidad de actividades del ser humano en las actuales ciudades observamos una realidad totalmente desfigurada por la hipócrita razón que asola y desvitúa nuestro modo de vida. Aquí cabe de todo, no sólo policias, gángsteres, prostitutas y políticos, robos, amenazas o chantaje, ni dinero y hambre, odio o amor, sexo y esquinas, niños y ancianos, chóferes y tenientes, ni tampoco alcohol o heroina, informes u horas extra, pensiones y hacienda, despachos, leyes o profesores, ni maricas u hombres, proxenetas y camellos, chatarreros o asesinos, pruebas, campañas, llanto, personas y niños, ni dosis, pistolas, sindicatos, gobernadores, taxis y mendigos, ni padres, boxeadores, moda o hip-hop, rock, centros comerciales y cerveza con blues, amargura y ascenso, religión o tráfico...
Como en la última mirada de McNulty sobre Baltimore sólo podemos abarcar la totalidad mirando en profundidad, metiéndonos en el interior callejeando cada rincón con la mirada atenta del que quiere aprender, para así poder entender como somos presos de nuestra propia cultura, pertrechándose de generación en generación. Y aunque el final no sea muy esperanzador, la promesa reside en la existencia de seres que renuncian a este vertiginoso remolino que proviene de la transferencia cultural, que asumen y encienden la voluntad de cambiar los modos instaurados, aunque no hasta sus últimas consecuencias.
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