Los cuentos de Tokio son como los de cualquier urbe, como los de cualquier pueblo o aldea, los de cada casa o ser humano que los habita. Cada cuento es diferente por naturaleza, ya sea por el interlocutor que lo transmite, por los personajes que lo componen o por las mil y una circunstancias que lo enredan en su propio ser. Sin embargo, lo que no es tan diferente son las emociones y desventuras humanas que los pueblan, siempre similares, distanciándose en la intensidad, en la graduación que le infiere cada receptor, cada cuentacuentos. Por ello existen cuentos que nos infieren aquello que se clava en el propio interior del que lo escucha con la atención que precisa todo relato, hay apuestas que navegando entre la simpleza de lo cotidiano abarcan una mayor parcela de lo propiamente humano a pesar de frecuentar los límites de lo que algunos llaman plagio, otros homenaje.
Que Yamada tenga la consideración de dedicar el filme a Ozu es algo tan loable como la propia proeza de volver a visitar la obra inmortal desde la propia actualidad sin desmerecer el compromiso de tan arriesgada empresa. Pero los cuentos, cuando son buenos se ayudan y afianzan entre si, las mismas dudas y asaltos acechan a todos los hombres del planeta, y saber dotar a la expresividad del cambio generacional es propio de maestros, aún subidos en gigantes. El oficio de narrar puede parecer que no tenga mérito cuando apenas se nota la influencia magistral de tal hecho, pero una mirada atenta desvela esas palabras e imágenes que ilustran una gran obra.
Cuando la ciudad no deja tiempo para lo verdaderamente importante su función se vuelve opaca, transforma la convivencia, lo social reflejado en los cuidados y el afecto, en un vivir indiferente al compromiso en sintonía con un individualismo ajeno a ese propio yo que necesita del otro para vivir, para expresarse y ser incluso reconocido. Los propios ritos y dedicación japonesa a la cortesía y el agradecimiento se ven obstaculizados por una vida moderna carente de la generación posible de una afectividad verdadera, fuera de los clichés que impone toda cultura. Las falsas exigencias generadas por la maquinaria que despliega la ciudad pueden ser, o no, un obstáculo para definirnos plenamente entre los congéneres, sólo hace saber poner el acento en lo importante, en aquellas secuencias que simplemente no dejan indiferente, en lo insustancial para el éxito o la fama, aquello que no sobrevive en los cuentos y que a veces les da su propia razón de ser.
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