El amor no tiene predilección alguna, ni por sexos, ni por culturas, ni por distinciones sociales. Ninguna traba se le interpone allí donde aparece, por doquier, en cualquier parte y de modos tan extraños como maneras de expresión acontecen a su solemne paso. El film de Carax traza una visión descarnada del amor, amor aun en las más adversas condiciones, en un visión necesaria del amor que la emparenta a las necesidades más básicas del ser humano. Un amor irremediable, una pasión que desborda cualquier atisbo de encauzarla en razones, un sentimiento que anula la diferencia atrayendo hacia sí la inconmensurabilidad del amar, del verdadero querer y no sólo desear.
Los indigentes también aman, o ¿acaso no gozan del ser personas?, incluso muchos de ellos han llegado allí, a esa tesitura, por los vericuetos del amor, de un amor desmedido que desestabiliza, que nutre de otros afectos que se le acoplan y vertebran modos de ser y padecer diferentes a la supuesta normalidad, así muchas personas acaban mendigando ese amor que tanto dieron a la par que los consumía en cierta medida. La capacidad de sentir, la compartimos que todo el reino animal, lo que llama al amor no conoce frontera alguna, las filias son infinitas y su modos de relación igualmente. Sin embargo, el prudente amor a uno mismo es tan importante como peligroso, aquí, en el film, no veremos contraposiciones sociales, todo sucede en el trasfondo de una celebración burguesa, pero observamos cómo la identidad, el pasado y el porvenir pueden ser dictados desde una óptica amorosa, desde un querer vinculante, desde un deseo de no renuncia y estima acompañados de una buena dosis de necesidad de amar y dejarse hacerlo al mismo tiempo.
Un puente en construcción, en remodelación, un enlace que lleva de un ser a otro, de un querer a otro, un símbolo del uso, de todo uso, de cualquier uso. Un almacén, una historia y una ciudad que miran hacia un pasado glorioso, hacia un cielo decorado mientras la realidad se oculta, es ocultada, es paralizada, es invisibilizada a través de los múltiples modos de los que se sirve el sistema. El mismo que normativiza, el mismo que ofrece a través de la renuncia y del que sólo cabe escapar, huir para salvar la distancia, la diferencia entre las orillas, entre lo nuevo y lo viejo sin menoscabo del presente. Por esa angustiosa capacidad de amar del ser humano, de amar desde la óptica del prójimo, de amar sin contemplación y sin miedo, conociendo de antemano la derrota que supone ante todo pues el amor, como la vida, nunca es para siempre.
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